Castillo de Sant Jordi"

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LA CALA ROMANA Los romanos no fueron los primeros en ocupar las tierras de la comarca. Muchos siglos antes, el artista cavernícola de Cabra Freixet, en el actual término del Perelló, nos dejó un mensaje pintado en la roca, al abrigo de un acantilado erecto que, visto desde el mar, los marineros caleros le han imaginado y bautizado como el Canto del Gallo. Mucho más tarde, ya en el siglo IV antes de nuestra era, habitaban las Terres de l'Ebre los ilercavones, tribus ibéricas que, como sus vecinos cosetantes-tarraconenses, edetantes-valencianos e ilergets-leyendantes, todas eran originarias del norte de África y se estableció en el extenso territorio que va desde el Coll de Balaguer hasta cerca de Valencia. Escritos romanos nos dicen que los ilercavones eran buenos campesinos, así como marineros y pescadores bien acostumbrados. Los romanos invasores y conquistadores de Iberia trazaron carreteras para dominar y administrar las tierras sometidas al imperio. De una de ellas se conserva un miliario (señalización de distancia en una vía romana) hallado en Calafat, junto con piezas cerámicas y varias monedas. En Calafató, entre Calafat y Sant Jordi, hay tramos (hoy restaurados) de una vía romana. Frente al Estany Tort, Cala, Bon Capó y otros puntos socavados se han rescatado ánforas, anclas, una quilla de barco clásico, todo medio enterrado en yacimientos que aún no estando inventariados ni estudiados, pero sí cada más mermados por obra de los buceadores furtivos. La Dertosa (Tortosa) romana fue atacada en el año 506 por ejércitos bárbaros del norte y pronto sería expoliada y gobernada por los visigodos, nuevos señores de Hispania, pero en el siglo VIII, los árabes la conquistaron y establecieron una forma de vida y civilización que duró cuatrocientos años, hasta que la Europa medieval cristiana se conjuró para expulsarlos de la península ibérica. Estas tierras las sometieron la cuenta Ramon Berenguer IV en 1148, año en que se rindieron los árabes tortosinos. Más tarde, los condes-reyes catalanes intentaron poblar la franja marítima que va desde la boca del río hasta el Coll de Balaguer, intento que no progresó, como tampoco se consumó la voluntad real de poblar las cercanías del castillo de Sant Jordi de Alfama. Antes de entrar en la segunda mitad del siglo XIV, los pescadores de tortosa pidieron en la ciudad licencia para pescar en una cala que está entre el Cap Roig y Sant Jordi, que bien podría ser nuestra Playa si tenemos en cuenta que, junto a la de Sant jordi, es la que ofrece mejor protección marítima en este tramo de costa. También por estos años apareció un tal Pere d'Ametller, ciudadano de Terrassa, que se instaló en un punto de la costa cerca del Perelló hasta ahora no identificado, llamado Port Mulné o Moliner (en la relación de comendadores de Sant Jordi que rigieron el orden por aquel entonces consta un tal Moliner), y ya hay quien encuentra correspondencia entre el apellido de aquel ciudadano y el nombre de la Cala del Almendro o de la Almendra.

EL TEMPLERO JUAN DE ALMENARA Unos cincuenta años después de la derrota de los árabes de Tortosa a manos de la cuenta Ramon Berenguer IV, las tierras y la costa del desierto de Alfama, desde el Coll de Balaguer hasta la punta del Àliga, no eran todavía un pasillo seguro para los nuevos conquistadores y colonos cristianos, atacados constantemente, por tierra y mar, por las tripulaciones de las naves sarracenas que a menudo se redosaban en las calas de aquella costa. Los peligros de los ataques marítimos y la pobreza de aquellas tierras no deberían resultar atractivos en las todopoderosas órdenes del Templo y del Hospital, que dominaban sobre muchas personas y propiedades de la conquistada taifa tortosina; quizá convencido de ello, Pedro II decidió fundar una orden de nueva planta para la defensa y poblamiento de aquel territorio costero. La fundación de la orden de San Jorge de Alfama tuvo lugar en el año 1201 y, en el mismo acto, el rey hizo entrega de tierras y corderos al templario Juan de Almenara, que actuó como limosnero y administrador real del nuevo orden, con el encargo de recoger fondos para la construcción de una fortaleza. Ésta fue erigida en una estratégica lengua de roca adentrada en el mar, emplazada a mitad de la ancha extensión marítima entre el cabo de Salou y la desembocadura del Ebro. En pocos años se construyó el castillo-hospital que sirvió de refugio y de lluvioso a enfermos y peatones, entre los que el más ilustre de todos fue el rey Jaime I el Conquistador quien, accidentalmente, pernoctó. A lo largo de toda su historia, el mantenimiento económico de la orden fue muy laborioso y preocupante, porque las tierras de la llanura de Alfama eran baldías y o daban mucho de sí. Fue a partir de la conquista de Valencia y otras plazas cuando, en compensación por la participación personal de los comendadores y frailes de la orden con caballos alforrats y galeras armadas, se consiguieron de los monarcas sueldos y privilegios, alquerías y castillos, hospitales e iglesias en todo el reino. Pedro el Ceremonioso, durante los treinta años de su mandato (s.XIV), fue el monarca más generoso con los santijordistas.

CILIA Y LOS SARRAINES Entrado el siglo XIV, el centro de poder de la orden y la residencia de los comendadores se desplazaron definitivamente hacia las más ricas tierras valencianas en perjuicio de los intereses y la seguridad del territorio y del castillo de Alfama. El comendador sanjordista Humbert de Sescorts, que fue buen guerrero y navegante pero un pésimo administrador, nombró a un prior para la iglesia de Sant Jordi, propiedad de la orden en la ciudad de Valencia. El priorato valenciano azuzó el fuego de las disputas internas y precipitó la decadencia de la casa de Alfama. La buena gestión de Guillem Castell y Cristòfor Gómez, dirigentes que le sucedieron, no consiguieron enderezar el triste destino de la orden. Corría el año 1378. El castillo de Sant Jordi tenía más de ciento cincuenta años y los embates del tiempo y los ataques de los sarracenos habían debilitado sus muros y arruinado su fortaleza. Dos galeras armadas de los moros atacaron la torre, capturaron y se llevaron cautivos a Jaume Roger, comendador del castillo, y su hermana Cília hacia Bugia, ciudad argelina. Enterado del secuestro el rey Pedro el Ceremonioso, buscó por todos los medios que se recogieran el dinero para el rescate. Cília fue liberada dos meses después, y se consagró día y noche a captar dinero para rescatar a su hermano, pero Jaume Roger no fue soltado hasta tres años más tarde, una vez entregados a los captores 450 florines de oro. Sus sucesores temían que se repitieran estos hechos luctuosos y, sólo por las presiones del rey, que hizo reparar la fortaleza, y de su procurador en Tortosa, ciudad muy interesada en la defensa de ese lugar para salvaguardar su comercio marítimo y fluvial, fue posible que la torre no quedara abandonada. Poco a poco, se iban perdiendo los bienes y consumiendo las rentas que poseía la orden de Sant Jordi de Alfama en Aragón, Valencia y Mallorca para poder subsistir. También se iba relajando la conducta de los frailes, como la de algunos que vagaban por el término y en todo el reino haciendo fechorías y malgastando las limosnas que recogían. Ya ni las donaciones de los reyes ni las indulgencias papales en favor de la orden ni la protección que le dispensó siempre Benedicto XIII, el famoso Papa Luna, ni las repetidas recomendaciones reales enviadas a papas, obispos, clérigos, jueces y señores pudieron evitar la desintegración de la orden y la patente decadencia de la torre. El nombramiento de un hombre de la comarca para maestro de la orden, el ciudadano tortosino Francesc Ripollés, para que reavivara la institución y mantuviera en pie la fortaleza, no tuvo éxito, y al cabo de cinco años en el cargo, en enero del año 1400, le fue aceptada la renuncia a la maestría para que quedara libre el camino de la fusión de la Orden de San Jorge de Alfama con la orden levantina de San María de Montesa.

LA CRUZ ROJA La nueva orden que resultó de la fusión de las dos ramas tomó el nombre de Orden de San María de Montesa y de San Jorge de Alfama. Los escombros del Castillo de Montesa despegan todavía hoy imponentes, en el centro del pueblo del mismo nombre, en la comarca de la Costera, cerca de Xàtiva. Pero la unión empezó con mal pie por una cuestión de colores. Los frailes de la nueva orden quisieron contentar al rey Martín I el Humano el día solemne de su coronación, sustituyendo por deseo del monarca las cruces negras de la vestimenta de Montesa por las más llamativas y espléndidas cruces rojas del hábito de San Jorge, antes que papá, y eso fue la raíz de la esperpéntica crisis, diera su aprobación. El maestro de Montesa estuvo a punto de ser excomulgado. La crispación del papa derivó del color de las cruces a otros más políticos de jurisdicción y poder sobre bienes y personas, que eran, con frecuencia, el motivo común de disputa entre señores y obispos, monarcas y papas. A pesar de la predilección del rey por los colores sanjordistas por encima de los montesantes, los frailes de Montesa descuidaron los corderos y la defensa del sitio de Alfama, resultando perjudicados muchas personas e intereses especialmente los de los comerciantes y ciudadanos tortosinos. Sin embargo, en 1427, se llevó a cabo una importante restauración a cargo de orden, pero fue aflojando progresivamente su interés en las posesiones en el norte del Ebro, viéndose obligada la ciudad de Tortosa en poner guardas por su cuenta ya pagarlos de su bolsillo, originándose un largo período de disputas y pleitos entre los tortosinos y los frailes de Montesa. Al empezar el siglo XVI, el emperador Carlos I amenazó a los de San María de Montesa y de San Jorge de Alfama al incautarles aquellos bienes por la negligencia que mostraban al alertar a navegantes y peatones. Al no hacer las señales correspondientes de humo durante el día y de fuego durante la noche, las naves de los moriscos y piratas sorprendían y capturaban a los cristianos, escondiéndose en los numerosos entrantes de la costa, especialmente en las calas de Sant Jordi y 'Almendra. Por miedo a perder la propiedad del castillo y de las tierras, los frailes reaccionaron con rapidez y mano izquierda, hasta el punto de que consiguieron el visto bueno del emperador para que los gastos de los guardas los siguieran pagando los tortosinos.

LOS SEGADORES Y EL AU FENIX Uno de los últimos episodios sanjordistas de los que queda constancia escrita es la triste historia del prior Miquel de Arándiga que, en 1577, cuando se disponía a viajar hacia Montesa, fue capturado por piratas árabes y conducido a Argel, donde fue encarcelado. Posteriormente fue comprado por un moro llamado Caxeta, que, no sabemos la razón, acabó torturándolo y quemándolo vivo. A lo largo de su historia, el castillo debería vivir momentos de tranquilidad y bienestar, pero el siglo XVII no fue precisamente un siglo positivo ni para Cataluña ni para el castillo. Durante el triste período que llamamos Guerra de los Segadores, se consumó la desdicha sobre la antigua edificación que, aunque bien, había ido aguantando el paso inexorable del tiempo, la despreocupación de los propietarios y la relativa aniquilación del orden militar catalán . Pero, a través de algunas reparaciones, el viejo castillo había logrado mantenerse de pie, reflejado sobre las aguas de la cala y la laguna de Sant Jordi, hasta el momento en que, entre castellanos y franceses, ocuparon, reducir y repartir Catalunya pese a los desesperados golpes de hoz de los segadores. En 1650, las naves castellanas abatieron a tuberías las viejas paredes del castillo para que no se fortificaran los franceses que acababan de ser ahuyentados de la ciudad de Tortosa. Cabe imaginar que, en un día de relativa calma, las naves castellanas debían de acercarse muy cerca de la costa y, como aquel que dice, con los cañones a palmo, no debían dejar demasiadas piedras de pie de aquella torre que , en lo más alto, despegaba cerca de palmo, no debían dejar muchas piedras en pie de aquella torre que, en lo más alto, despegaba cerca de veinte metros por encima de la lengua rocosa que le había servido de sol. La decisión táctica de los castellanos volvía a dejar la costa desprotegida y, treinta años más tarde, el rey Carlos II decidió reconstruir la fortaleza. Pero su estado debería ser tan lamentable que se optó por construir, ya a mitad del siglo XVIII, un nuevo edificio en un lugar cercano, algo más retirado de la costa. Sin embargo, cualquiera que hoy se fije en las paredes de esta construcción descubrirá que en gran parte está construida con los sillares del viejo castillo. Por eso, como el pájaro fénix, la fortaleza medieval ha sobrevivido de algún modo a las cenizas de la destrucción.

DIONOS DE AREÑO Y EL BUEY El capitán Dionisio de Areny era gobernador del castillo de Sant Jordi en tiempos de Carlos III. Durante el mandato de este monarca se llevaron a cabo numerosos planes de población ya que, entrado el siglo XVIII, la población española era todavía muy reducida y gran parte de la península estaba deshabitada. Una de las zonas yermas y despobladas era todo en la costa que va de Vinaròs al Coll de Balaguer, especialmente el extenso Delta del Ebro, que se iba recuperando progresivamente para la agricultura, y también el territorio de Alfama . Los aristócratas, los militares y la burguesía emergente recibían tierras, pensiones, beneficios y títulos nobiliarios en compensación de la colaboración que prestaban a estas empresas colonizadoras. Era habitual en aquellos años presentar un proyecto de edificación de 50 casas para campesinos que trabajaran la tierra deshabitada y, a cambio, el promotor del poblamiento pedía al rey, puesto, por caso, recibir un diez por ciento de las cosechas, una pensión de viudedad para su mujer, un ascenso al escalafón militar, mejor paga y, si pintaba bien, incluso algún flamante título de nobleza. Es más o menos lo que intentó Dionís de Areny sobre sus tierras, que abarcaban a grandes rasgos el territorio actual de las urbanizaciones, desde el Torrent del Pi hacia el norte, tierras que el rey previamente le había concedido aunque los religiosos de la orden de Montesa se opusieron a todas las edificaciones porque estaban convencidos de que todavía tenían el dominio histórico directo sobre aquellas tierras de Alfama. Si se llegaron a construir algunas casas, debían de estar muy diseminadas y debían de ser escasas, porque, tras doscientos años, del vecindario de san Jorge no queda rastro, aunque trazas de una anchura cerrada junto al nuevo castillo podían observarse claramente hasta los años 60 del siglo XX. Pero Dionís de Areny tuvo cuidado de pedir otra compensación importante al rey (e interesante por el dinero), solicitando licencia real para pescar el toro en los mares comprendidos entre Santes Creus y el cabo de Tortosa. Esta nueva pesquera, introducida por los catalanes en España, empezaba a resultar lucrativa y esperaba obtener un buen porcentaje de las capturas llevadas a puerto por los pescadores. Nos queda la duda si Dionís de Areny logró construir algún poblado en nuestro término y si realizó los planes de pesca. Otro interrogante que ahora tampoco podemos saber es si esta iniciativa tuvo que ver en el inicio de la actividad pesquera moderna (decimos moderna, porque siempre hubo alguna actividad pesquera en esa costa) en aguas del golf. De forma paralela, se puede aventurar que Dionisio de Areny fue inductor o intermediario en la venida de los primeros pescadores valencianos que, llegados a finales del siglo XVIII, pueden ser considerados los fundadores de nuestra Cala de l'Ametlla. No podemos acabar sin referirnos a otra comunidad pesquera arraigada en nuestro pueblo, en la playa de la Almadrava, de origen mayoritariamente benidormín, que pescaban al atún con almadraba que fue anclada delante de aquella playa también en las finales del siglo XVIII, comunidad que, desde el principio, debía de relacionarse estrechamente con el otro asentamiento marinero de la Cala de l'Ametlla.

LA DIADA DEL CASTILLO La llanura de Sant Jordi siempre ha sido un territorio que los caleros han considerado propio, aunque esta gran porción del término ha sido un latifundio en manos de uno o pocos propietarios. El turismo de los años 60 revalorizó las franjas costeras y los propietarios de la llanura decidieron rentabilizarla, parcelándola y urbanizándola, y muchos antiguos caminos y accesos a la costa quedaron cortados. La gente de L'Ametlla de Mar tuvo más obstáculos para acercarse a aquellas tierras, calas y playas y, poco a poco, se fue cavando un vacío de desinterés ciudadano que, entre otras cosas, permitió la degeneración de el edificio del castillo actual. Para sacudir la conciencia de los caleros, un grupo de ciudadanos decidió reivindicar para el municipio el Castell de Sant Jordi en 1982, y se celebró un gran día popular que aún perdura. Poco después, el castillo pasaba a ser propiedad municipal. Una escuela taller de gente joven restauró durante dos años la práctica totalidad del castillo del siglo XVIII. Habrá que hacer obras en los escombros más cerca del mar, los pocos que todavía quedan del castillo del siglo XIII, sede de la Orden de Sant Jordi de Alfama.

Localización

Urbanización "Sant Jordi d'Alfama"